La primera vez que supe quién era Jorge Lebedev yo no sabía que quería dedicarme a los libros. Era jóven, un lector entusiasta y poco educado. Había ya intentado pasar por los talleres y destellos de una posible vida literaria más allá de ser un poeta ignorante o un efusivo narrador que repetía constantemente fórmulas mal entendidas acompañado de amigos que más o menos estaban en las mismas que yo.
Viajando al futuro, hasta hace unas semanas, me viene a la mente una conversación con un amigo que ha sobrevivido desde ese principio turbio del que hablaba antes. En esa charla surgió esta pregunta: “¿Tú recuerdas haber tenido un mentor?” Mi respuesta fue rotunda y mentirosa, dije “no” y también dije muchas otras cosas más del porqué no que iban desde la anemia literaria en México hasta las personalidades de este u otro escritor en términos de que los “chidos” no se acercaban y los que se acercaban no eran “chidos”. Mentí ese día no por desconocer a alguien sino por no entender correctamente la pregunta.
En un mayo de 2004 supe quién era Jorge Lebedev porque gracias a Jorge Lebedev supe quien era Roger Chartier y Juan Gustavo Cobo Borda y muchas otras cosas más sobre el porqué de los libros que años después se convertirían no sólo en mi forma de vida sino también, en la forma en que percibiría los próximos 20 años. Ese 2004 crucé dos palabras con Jorge y ni él sabía quién era yo ni yo sabía quién sería él. Años después lloraría en casa la muerte de Luis Eduardo Aute con un grupo cercano de amigos y trazaría el camino hasta aquella conversación en un elefante blanco de Legaria donde descubrí lo que Aute era y que me acompañaría una buena parte de mi vida. En aquel 2004 Jorge Lebedev había acomodado una serie de fichas que germinarían hasta convertirse en una buena parte de lo que soy hoy. Ese pequeño acto anónimo y despersonalizado sería la primera vez que fui testigo de la magia de Jorge Lebedev.
Muchos festivales y eventos fortuitos después le contaría la importancia de ese evento a a Jorge sentados en un restaurante argentino de la Condesa, ya habíamos trabajado juntos algunos años en Gandhi y después de escucharme le daría a la historia la misma importancia que le daba a todo lo que había hecho o había dado: casi ninguna. Desde aquel festival en 2004 los años pasarían y mucho más convencido de lo que quería hacer y ya con algo de camino recorrido una tarde recibí un correo de Jorge Lebedev preguntándome si estaría dispuesto a compartir una mesa en el Centro Cultural España. Compartiría mesa con un alto ejecutivo editorial y la esposa de un cineasta para hablar sobre la piratería ante la llegada del libro electrónico. Esa fue la primera vez que tuve que defender mis ideas en público sobre el papel del libro entre los lectores y el futuro digital de la cultura. Nos hicimos pedazos en esa mesa, Jorge detrás de bambalinas, donde se sentía a veces más cómodo, lo disfrutaba.
Semanas después Jorge me preguntó si querría entrevistarme con la gente de Gandhi para darles un poco de orientación sobre el futuro del libro electrónico. La historia es pública, tras algunos meses sería el encargado de una nueva área en la cadena de librerías donde haría tantos amigos y aprendería mucho más de lo que imaginaba sobre el mundo del libro. Jorge Lebedev siempre estuvo ahí, siempre tuvo un consejo, un comentario mordaz o una opinión tan fuerte sobre algún tema que era casi imposible avanzar la conversación. Jorge era querido y respetado en Gandhi, estrechaba manos y sonreía y sabía un poco sobre todos y un mucho sobre todo y más allá de que lo supiera era generoso con todo eso que era suyo. Tuve la oportunidad de ver ahí tantas veces su magia, a veces no reconocida y no apreciada en su justa medida, que al menos en ese principio hacer bien las cosas era corresponderle en buena parte a Jorge por haberme recomendado.
En esos trances y gracias a Jorge conocí a mi Editor. Bueno al hombre que se convertiría en mi editor y que Lebedev sólo me lo presentó con esta frase que él sabía que era más que suficiente para garantizar que nos acercaríamos: “Este sabe un montón de todo”. Eso trajo para mi viajes, congresos, hacerme una voz visible y fuerte alrededor del libro, una vez más un acto desinteresado y nunca discutido de Jorge Lebedev me había puesto en el camino de encontrar otros amigos, otras historias y algunas posibilidades. La FIL, a la que nunca quería ir pero en la que siempre esperaba estar, me mostró ese monstruo que era Jorge Lebedev para la industria. Un hombre con tantas historias y tantos recovecos en su memoria que daría la sensación de ser un Bartleby de mil vidas. Jorge Lebedev no hablaba de caminos a seguir, sólo dejaba huellas tan profundas que se podía hacer una arqueología perfecta de su importancia y su influencia.
Hace unos 3 o 4 años cuando me decidí a darme un descanso del mundo del libro comí con Jorge en aquel restaurante en la Condesa. Después de cuatro o cinco muecas tan características suyas, tan de su barba y sus ojos enormes detrás de aquellos lentes me dijo que si creía que eso estaba bien, estaba bien. Lo que parecía desinterés siempre fue la forma en la que Jorge se hacía parte de tu vida. Fuera de algunas menciones, para Lebedev su vida personal era suya y de nadie más, no fue un hombre de aspavientos o gestos exagerados, al menos no conmigo.
No quiero hablar de lo que me hace sentir su muerte porque como todo con Jorge Lebedev asumo que será algo que durará años en mi vida y que con el tiempo iré descubriendo el verdadero impacto. No hablaré de su muerte porque cualquier cosa que pueda decir ahora sería otra mentira. Prefiero decir que le agradezco tanto todo, que le agradezco haberme ayudado a ser quien soy y haberme dejado claro cómo sería ser lo que podría ser. Que sé que si estas ideas fueran una conversación me desdeñaría con un gesto para inmediatamente preguntarme por alguien en común o mi opinión sobre alguna cosa que estuviera masticando y que necesitara poner en la boca del otro para verla con un poco de perspectiva como si los demás fuéramos un espejo de si mismo.
Hoy Jorge Lebedev deja un hueco que se sentirá desde los anaqueles de los libros hasta su mesa en ese restaurante donde uno podría caminar hoy todavía con la esperanza de encontrarlo ahí, fumando donde no se puede y pidiendo cosas que no están en la carta. Mago y genio de tantísimos actos y mecanismos perfectos que siguen rodando hasta hoy y de los que yo también soy un engrane. Sólo puedo decir “Gracias Jorge, gracias desde ese mayo y hasta el último que me toque estar por acá” y no sentirlo como decirle adiós a mi mentor accidental o a mi amigo menos pensado, sentirlo como se siente hoy todo: agrietado.